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ORDESU

Ordesu

Por Alejandra G. Galli

 Corregido por Hilda Lucci

Había una vez una niña llamada Ordesu. Era una niña de otro planeta. Distinta de los seres humanos, pues no experimentaba emociones. No le interesaba nada. Nada le importaba.
No reía. No lloraba. Pasaba por la vida nomás, como quien debe ir a algún lugar y no mira el camino.
Ordesu, además, tenía el cuerpo frío, ya que su corazón estaba hecho de cristal de hielo. La mirada también era gélida y distante, y aquella piel grisácea recordaba las nubes en un día de lluvia. ¡Era toda fría!
Sin embargo, para la gente del pueblo, esa apariencia no resultaba extraña. Ellos eran iguales. En efecto, la familia se veía similar a Ordesu; o, mejor dicho, ella se veía igual a su familia.
Un día, la jovencita caminaba, según la costumbre, hacia ningún lado, sin ninguna prisa ni sentimiento. No iba apurada porque no sentía nada: ni ansiedad, ni apuro, ni alegría, ni tristeza.
En su camino se acercó una abeja. Allí las abejas eran gordas, bastante grandes, del tamaño de una pelota de goma, de esas que, al ser arrojadas, rebotan para todos lados en forma alocada.
El caso es que la abeja se puso a revolotear en torno de Ordesu, haciendo un zumbido de cierta intensidad, debido al considerable tamaño. Ordesu no le prestó atención. No le producía sensación alguna.
La abeja siguió dando vueltas y vueltas a su alrededor. Emitía un zumbido cada vez más y más fuerte. Hasta que llegó un momento en que ese sonido dejó de serle indiferente a Ordesu.
Primero se limitó a observar cómo daba vueltas cerca de ella. Sin embargo, pronto se vio lanzando manotazos para espantarla. Con cada manotazo aumentaba el enojo de la niña, sin que ella se diera cuenta. Es que jamás se había enojado. Nunca la invadían las emociones.
Se enojó más y más al comprobar que no lograba espantar a la abeja y que el zumbido se tornaba insoportable. No solo para sus oídos, sino para la totalidad de su cuerpo, que vibraba al ritmo del enérgico sonido.
Así, el cuerpo de Ordesu comenzó a calentarse. La piel gris adquirió un color rosado. Empezó a agitarse, y poco a poco el corazón de cristal de hielo se fue derritiendo y revelando un corazón rojo intenso que latía a toda velocidad.
Continuaba hecha una furia, pues no parecía posible atrapar, y ni siquiera espantar, a esa abeja. ¡Quería matarla!
Sucedió, entonces, que la abeja la picó en el brazo.
¡Aaay! ¡Qué dolor!
Similar al que se siente cuando a uno le dan una vacuna con una jeringa de aguja muy grande.
De inmediato Ordesu dejó de estar enojada. ¡El dolor se volvió insoportable! Y no le permitía pensar en otra cosa.
Se arrodilló sobre el suave pasto gris oscuro, concentrada en el dolor, y apoyó una mano en el lugar de la picadura.
No pudo evitar que las lágrimas brotaran de sus ojos, al igual que una cascada suave. “¿Qué es toda esa agua en mis ojos?” ––pensó. ¡No podía ver! En consecuencia, se los refregó.
Miró el suelo delante de ella y vio a la abejita tendida, agonizando. Sintió algo extraño, porque ya no quería matarla. La embargó un profundo arrepentimiento por haber deseado quitarle la vida. Advirtió que el animalito sufría, ya que había arrancado su aguijón al picarla. En suma, allí se encontraban ambas, padeciendo.
Ordesu tomó a la abeja y la colocó en la palma de su mano. Parecía mirarla con carita afligida. Escuchó que le decía: ––Ponte barro en la herida. Así se aliviará tu dolor.
Al terminar de decir esto, la abeja se iluminó y desapareció.
Si bien Ordesu no entendió lo que pasó, enseguida buscó barro y se lo esparció por el brazo.
¡Qué alivio sintió!
Recién en ese instante notó que el color de su piel ya no era el mismo.
Se refregó los ojos de nuevo; creyó que aún les quedaba agua y por eso veía mal. Pero no.
Se acercó al charco de donde había sacado el barro para mirar su reflejo. Le costó reconocer su propia imagen. ¡Ese color y ese calor que experimentaba en el cuerpo, eran nuevos para ella!
Con el alivio llegó la calma. El cuerpo se serenó por completo, aunque no se trataba de una serenidad comparable con la de antes, sino de una sensación deliciosa. ¡No sabía que estaba contenta! No entendía cómo era posible, ni por qué; el asunto es que la abejita acababa de inyectarle algo agradable: ¡alegría!
Ya apenas sentía el dolor del pinchazo. Lavó la piel con el agua del charco y, ayudada por sus dedos muy largos y finos, sacó el aguijón que se mantenía clavado en el brazo. Corrió a la casa saltando y riendo; le fascinaba escuchar su propia risa. Quería contarles lo ocurrido a todos.
Al llegar a la casa, los familiares casi no la reconocen a causa de ese color rosado en la piel. Creyeron que se hallaba enferma.
Ordesu les relató los hechos y dijo que, gracias a la abeja, se dio cuenta de que hasta entonces estuvo triste, y ahora, de repente, se sentía alegre ––al fin había dado con las palabras para expresar sus nuevas emociones. No podía dejar de saltar y abrazar a cada uno de los presentes. Reía a carcajadas. Los padres la miraban sin entender. No obstante, ¿qué iban a hacer? Al fin y al cabo, era su hija.
El cuerpo de Ordesu comenzó a irradiar una suave luz que alcanzó cada rincón del hogar.
Algo cambió en la casa de Ordesu. La luz que ella dejaba se puso a brillar por sí sola y, aunque no lo notaron, los corazones de cristal de hielo de los demás empezaron a derretirse en un pequeño extremo, dejando ver la puntita de un corazón rojo intenso.

 

 
 


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